La marea había cambiado de rostro cuando la flota volvió a zarpar: ya no llevaba solo hombres con esperanza, llevaba prisioneros con nombres a cuestas y una tela de confesiones que olía a tinta y a cobre. La captura de Mirelle y la desarticulación de su red habían abierto ventanas que mostraban corredores corruptos en el palacio y en los juzgados; ahora tocaba atravesarlos sin romper la casa entera. Kaeli había prometido juicio público; pero un juicio no se gana con puños sino con pruebas, alianzas y la fuerza de una manada que supiera leer no solo la respiración de la ley, sino también la de la traición.
El amanecer se veía gris desde la proa. Daryan sujetaba un pergamino con la lista que Mirelle había dictado: nombres de notarios, de curanderas cómplices, dos capitanes que habían cruzado el límite de la codicia, y —lo que más hacía latir la sangre de Kaeli— un noble con una estrella de oro que no aparecía en los documentos formales: Lord Hanven, cuyo apellido se achicaba a susurros