La noche respiraba humo y sal, y la manada avanzaba por la cubierta como una sombra con patas. El botín del Cuenta‑sumidero había abierto puertas, pero también heridas: viejas alianzas se tensaban como cuerdas que pronto podrían reventar. Kaeli sentía esa tensión en la médula; su loba interior vibraba con un presentimiento que no era sólo miedo: era un olor a traición, dulce como miel rancia.
—Algo no encaja —murmuró Daryan a su lado, con la voz apenas un rasguido entre las velas—. Han entregado las cuentas, pero los nombres que aparecen en ellas no son siempre quienes manejan los hilos.
Kaeli apoyó la mano en la madera fría. Flor de Luna dormía en su regazo, envuelta en pieles, ajena al telar humano de mentiras que se tejía debajo de sus pies.
—Quien maneja de verdad la Cámara no firma sus propias cuentas —dijo ella—. Usa manos prestadas, sombras que no son de la ciudad.
Serenya, al otro extremo del grupo, limpiaba su hacha con una precisión que la hacía parecer una sacerdotisa en un