La noticia se extendió como un rumor que se vuelve trueno: en los valles del sur, más allá de los bosques que los antiguos mapas apenas nombraban, las banderas negras habían empezado a alzarse otra vez. No eran las banderas de la vieja Cámara de los Vendedores, ni las de los mercaderes vergonzantes forzados a huir; eran enseñas nuevas y duras, amatistas con un símbolo que Kaeli no reconocía y, sin embargo, que olía a hierro viejo y promesas rotas. La ciudad aún hervía por las recientes victorias de Volkov, pero la manada sabía que las victorias crean vacíos que otros intentan rellenar con sangre.
En la cubierta del buque que hacía las veces de cuartel general flotante, la manada se reunió con los aliados conseguidos en la campaña: Vesta y su Casa de Sombras Eternas, Orin del Viento Obscuro, capitanes del Valle de Lethe y del clan de Volvernith. El Rey había enviado delegados con pergaminos oficiales; la Corte, aún aturdida por la exposición de sus podredumbres, miraba con ojos nuevos