El sendero se adentró en un tramo de árboles más densos, tan juntos que sus copas tejían una bóveda de sombras y viento. La caravana avanzaba con cautela: las huellas de lobos corrompidos trazaban formas incompletas en la hojarasca, y un silencio reverencial cortaba los susurros del arroyo que se alejaba. Kaeli y Daryan cabalgaban en la punta, atentos al latido silente de la manada.
—Este lugar… —musitó Kaeli, señalando un claro solitario—. Lo llaman la Arboleda de los Susurros. Dicen que las hojas repiten lo que tus miedos no se atreven a callar.
Daryan asintió y bajó la voz.
—Si la sombra está aquí, ha tejido cada nota para que nos traicione la propia mente. Mantén la mano cerca de tu puñal.
Selin, tras ellos, frotó el amuleto de obsidiana.
—No susurro de mujer lobo ama estas raíces. Deben oírnos con fuerza.
Marek tocó la empuñadura de su espada.
—Cantemos, entonces. Que nuestras voces ahoguen los murmullos.
Los jinetes rompieron el silencio con un canto: melodías naci