La luna, por fin liberada de nubes, mostraba su rostro completo sobre el claro del Nabel. El aire se volvió frío y transparente, como si cada aliento hiciera crujir los cristales del bosque. Kaeli aún sostenía el fragmento plateado roto de la flecha en su diestra, mientras Daryan acomodaba un paño sobre su costado sangrado. A su alrededor, la manada formaba un semicírculo respetuoso: nadie se atrevía a hablar sin permiso de los líderes.
En el centro del círculo, el niño arquero de Aelthorn, con la túnica hecha jirones y el arco colgando de un hombro, temblaba sin controlar el llanto. Sus ojos, antes vidriosos de crueldad, ahora estaban rojos de miedo y confusión. Kaeli apretó los puños, conteniendo el impulso de enviar otro puñetazo contra un niño. Daryan la observó y negó muy leve, como avisándole: aún hay humanidad en él.
La loba blanca permanecía a un costado, erguida sobre una roca baja, sus ojos lunares fijos en el niño. En el aire reinaba un silencio tan sólido como la corteza d