El murmullo de la sombra atravesó el claro como un colmillo helado. No era un aullido ni un suspiro vegetal: era la voz de un hombre. Un hombre que ya no estaba vivo.
Kaeli apretó el puñal contra su pecho y Daryan tensó la mano sobre la empuñadura de su espada lunar. A lo lejos, la niebla danzaba entre los troncos, como si celebrara la tensión que ambos sentían en cada latido.
—Lo oyes, Luna —susurró Daryan—. Esa no es la voz de un intruso común. Es el eco de alguien que conocimos.
Kaeli tragó saliva.
—Sabía que lo reconocería… pero no creí escuchar su nombre jamás.
La voz surgió de nuevo, más cerca, rota por la maleza húmeda:
> “Tus raíces… Kaeli. Tus raíces fueron robadas al nacer. Ahora eres hija de la sombra, no de la luna.”
El mundo tembló bajo sus pies. Kaeli retrocedió un paso, el rostro pálido.
—¿Quién eres? —exigió con voz áspera—. ¡Muestra tu rostro!
Una silueta emergió de la niebla, débil primero, después más nítida: un hombre anciano, de barba cenicienta,