Los besos habían quedado atrás, aunque a Alan se le hiciera muy difícil. No veía la hora donde él pudiera caminar y comersela a besos. Caminar de su mano y cargarla en sus brazos para lanzarse junto a ella en el mar.
Después de un breve descanso, en el que solo se oía el sonido rítmico de la respiración de Alan y el goteo tenue del dispensador de agua en el rincón, Maritza se acercó con paso firme, aunque en su mirada brillaba una mezcla de respeto y expectativa.
—Hora de la camilla —dijo en voz baja, casi como si no quisiera romper la calma que los envolvía.
Alan tragó saliva. La simple idea de dejar la seguridad de la silla lo hizo tensarse. Miró la camilla alta, imponente, como si fuera una montaña que debía escalar sin cuerdas. Sus manos se cerraron en puños sobre los descansa brazos. Titubeó. El silencio entre ellos pesaba como plomo.
—Vamos —dijo Maritza con suavidad—. Te ayudo… pero el primer impulso tiene que ser tuyo.
El primer intento fue torpe. Alan resbaló con un gruñido a