El silencio en la mansión Montenegro era espeso, casi hostil. Las luces cálidas de las lámparas apenas suavizaban la elegancia cortante del mármol que revestía el recibidor. Desde el gran ventanal del salón principal, el atardecer se filtraba como una herida abierta: tonos naranjas y cobrizos teñían las paredes, pero el ambiente era todo menos cálido.
Montenegro que ya había llegado a su mansión, estaba de pie junto a su escritorio, con una copa de whisky en la mano, los hombros rectos como si llevara el peso de un imperio. Sus ojos, grises como acero pulido, estaban clavados en un expediente que revisaba con expresión de piedra. El leve tic en su mandíbula delataba que algo lo inquietaba. O que lo fastidiaba y eso era no haber podido obtener lo que quería y peor aún, ser descubierto por Marcos saliendo de la oficina de Adrián.
Susana entró sin anunciarse, envuelta en una bata de satén carmesí que brillaba como si quisiera competir con el crepúsculo. Sus pasos descalzos sobre el mármo