El aire había cambiado. Ya no olía a desinfectantes ni a desesperanza. Las paredes del gimnasio de rehabilitación parecían menos grises, como si la luz tenue de las ventanas altas pudiera borrar, al menos por unos minutos, la huella del dolor. El sol de primavera se colaba con tímida calidez, dorando los bordes de los aparatos de ejercicio, acariciando el suelo con una promesa: todo podía volver a florecer.
Alan Cisneros, con el rostro empapado en sudor y el pecho jadeante, se sostenía entre las barras paralelas. Sus manos grandes, marcadas de venas y callos nuevos, se aferraban con fuerza. El temblor de sus piernas no era señal de debilidad: era la evidencia del esfuerzo titánico que libraba cada día.
Maritza lo observaba desde la distancia justa. Ni un paso más cerca. Las manos listas para sujetarlo si caía, pero contenidas por respeto a su proceso, a su orgullo. Había aprendido a no sobre protegerlo, aunque el miedo a verlo desplomarse le roía las entrañas.
—Uno más —murmuró ella,