La mañana llegó sin gloria. El cielo se cubría con nubes tan densas como las miradas que se cruzaban en el salón ejecutivo del último piso de la torre Cisneros. Un aroma a café recién hecho flotaba en el aire, pero no lograba suavizar la tensión espesa como alquitrán.
Montenegro, con su traje perfectamente planchado y su corbata de seda azul oscuro, tomaba pequeños sorbos de su taza con lentitud medida. A su lado, De la Vega revisaba algunos documentos, sus lentes resbalando por el puente de su nariz, sintiéndose los reyes del lugar.
Adrián, de pie junto a la ventana, contemplaba la ciudad como si pudiera encontrar allí las respuestas que le faltaban para no cometer esa locura.
La puerta se abrió, y Alan entró con esfuerzo, empujando su silla de ruedas con las manos firmes. Vestía una camisa blanca y pantalón de vestir, pero la falta de movilidad no le robaba ni un ápice de dignidad. Sus ojos buscaron el de su hermano, pero Adrián evitó el contacto visual.
—¿Alguien me va a decir por