Los días pasaron como una sombra espesa sobre la mansión Cisneros. La lluvia había cesado, pero el clima se mantuvo gris, nublado, como si el cielo se negara a sonreírle a alguien dentro de esas paredes. El jardín se veía descuidado, con las flores inclinadas hacia la tierra, vencidas por la humedad. Dentro, el aire era denso, enrarecido por el silencio acumulado y el eco de ausencias que ya no se podían llenar.
Alan no salía de su habitación desde el día en que lo destituyeron. Se había negado a asistir a juntas, a responder llamadas, incluso a ver a su familia. Apenas comía, apenas hablaba. Pasaba horas frente a la ventana, observando un horizonte lejano, donde las esperanzas parecían haberse disuelto junto con las pisadas de Maritza cuando cruzó por última vez el umbral.
La mañana en que el nuevo fisioterapeuta llegó, el sol apenas se atrevía a asomar entre las nubes. Un hombre joven, de complexión atlética y sonrisa pulida, descendió de un sedán negro con una maleta de cuero colga