El sonido seco de la puerta cerrándose resonó en el silencio del apartamento como una campana fúnebre. Maritza dejó caer las llaves en la repisa sin mirar, como si sus manos se movieran por inercia. Sus tacones resonaron sobre el piso de madera, marcando cada paso con una cadencia vacía, como si sus pies también arrastraran los recuerdos que intentaba enterrar desde hacía años.
La tenue luz del atardecer se colaba por las ventanas altas, tiñendo las paredes de un dorado melancólico. Todo olía a limonero y madera barnizada, su aroma favorito… pero en ese momento, nada parecía reconfortarla.
Dejó el bolso en el sofá de cuero sin molestarse en desvestirse. Caminó lentamente hasta su habitación, como si cada paso doliera. Cerró la puerta tras de sí y se dejó caer boca abajo sobre la cama sin siquiera quitarse los zapatos. El colchón hundido bajo su cuerpo la envolvió como un susurro de algodón, pero no bastó para detener el temblor que la atravesó.
Y entonces, rompió en llanto.
Las lágrim