Los minutos seguían pasando y Alan respiró hondo. Una, dos veces. Trató de mantener el control.
Pero algo dentro de él se rompía, se deshacía por dentro, como una represa agrietada que ya no podía contener la furia, la impotencia, el asco… el dolor.
Sus dedos temblaron sobre la carpeta. La arrastró hacia él con brusquedad y la arrojó al suelo.
El golpe seco hizo saltar algunos papeles que quedaron desparramados como los restos de su dignidad.
Se inclinó hacia adelante, con los codos sobre las piernas, los dientes apretados y la mirada clavada en sus pies inmóviles.
—Muévete… —susurró, apenas audible—. ¡Vamos, muévete, maldita sea!
Pero el pie derecho siguió tan quieto como una roca.
Alan inspiró bruscamente por la nariz, con los ojos ardiendo de rabia.
Clavó las uñas en sus propios muslos, como si eso pudiera hacer brotar la vida de regreso a su cuerpo.
—¡Muévete! —rugió, con la voz quebrada.
Empujó con las manos los brazos del sillón para levantarse un poco, tensando los músculos de