Los días pasaban lentamente en la mansión Cisneros, arrastrándose como si el tiempo mismo se negara a avanzar mientras la familia lidiaba con las consecuencias del accidente de Alan. En medio del trajín empresarial, de reuniones interminables y estrategias para mantener el control del imperio familiar, había momentos en los que el silencio decía más que cualquier palabra.
Las miradas entre Maritza y Alan eran cada vez más frecuentes, cargadas de una calma extraña, como si bajo toda esa rabia contenida y frustración comenzara a nacer una tregua tácita. Ella no lo trataba con lástima, ni con compasión fingida, y eso lo descolocaba más que cualquier gesto amable. A veces, cuando pensaba que ella no lo observaba, Alan se perdía en su silueta mientras lo ayudaba con las rutinas básicas. Aún no hablaban mucho, pero el silencio que compartían era menos hostil.
Aquel atardecer, la mansión se teñía de tonos ocres y dorados. La luz que entraba por los ventanales parecía querer calmar la tensión