Dorian
Cuando por fin llegamos a la isla no dudé ni un segundo: tenía que correr y rescatar a mi esposa como fuera. Aparcamos y, sin pensarlo, nos internamos en un bosque espeso. El crujir de hojas bajo mis botas, el olor a sal y humedad, todo me empujaba hacia adelante. Apenas dimos unos pasos, la calma se rompió: empezaron a lloviznar balas. Nos cubrimos, pero algo me hizo detenerme en seco.
—¡Maldita sea… miren! —grité, señalando hacia las copas—. Hay cámaras por todas partes.
Luces parpadeaban en postes ocultos entre la maleza; la isla estaba más que vigilada, estaba fortificada. No me importó. Tenía que encontrar a Vanessa ya.
Entonces una voz profunda me atravesó la niebla y el estruendo de disparos:
—Dorian Meissner. Vaya, te estaba esperando.
Supe en el acto que era Thiago. No hacía falta verle para reconocer ese tono: veneno y una satisfacción fría.
—¡Thiago! —escupí—. Eres una escoria.
—Qué gusto verte, Gael —dijo, con burla—. Después de tantos años.
Maldita escoria.
Thiago