El estudio de Félix estaba inmerso en una oscuridad casi total, apenas perforada por la tenue luz que se colaba desde el pasillo cuando la puerta se abrió y se cerró. El silencio no era tranquilizador; tenía filo. El aire olía a una mezcla intensa y personal: madera antigua, el aroma a cuero del sillón y el rastro metálico de pólvora fresca. Luca empujó la puerta detrás de nosotros con el hombro, sellando el encierro voluntario en aquel espacio sin ventanas.
Cinco personas en un espacio cerrado. Dos guardias y una mujer en medio de dos Romanotti, idénticos y mortales, peligrosamente cercanos, y un teléfono sobre el escritorio que tenía el poder de romper alianzas y desatar una guerra interna.
Félix caminó directamente hacia el imponente escritorio de caoba sin soltar mi mano. Su palma seguía cálida, dura y aferrada a la mía de manera dominante. Luca, por su parte, tomó posición contra la pared opuesta, cruzando los brazos sobre su pecho, observándonos con una mezcla de interés depreda