Félix, con una precisión escalofriante, tomó el teléfono celular que contenía toda la evidencia de la traición y lo deslizó en el bolsillo interior de su saco. Su movimiento era el de un depredador que guarda su arma favorita. El gesto marcó el final de la conversación privada y el inicio de la caza.
Abrió la puerta apenas unos centímetros.
—Reúnan a todo el personal en la sala de reuniones de inmediato —ordenó, su voz transformada en esa cosa afilada y desprovista de emoción que cortaba el aire con más eficacia que una bala.
No era la voz del hombre que me había sostenido. Era la voz del jefe, del líder de la familia, una autoridad inquebrantable. Un estremecimiento recorrió mi espalda, en una mezcla de miedo genuino y una excitación oscura que me avergonzaba admitir.
—Sí, jefe —respondió un guardia desde el pasillo, y la palabra se sintió humilde, casi como un ruego.
Félix cerró la puerta otra vez, con lentitud, saboreando el silencio que trajo consigo.
Y entonces, ambos se voltearo