El sonido de la porcelana destrozada me guio hacia la cocina. Era un lugar ridículamente grande, con una isla central de mármol que podía albergar una fiesta. El caos, en la forma de Luca Romanotti, estaba junto a la cafetera, mirando con una expresión de absoluto desconcierto los restos de lo que parecía haber sido una taza de café espresso.
—Esta cosa me odia —murmuró, pateando suavemente un fragmento de taza.
Llevaba un pijama gris oscuro, de esos que parecen demasiado cómodos para pertenecer a un hombre que podría estrangular a alguien con una mano. La camiseta se le pegaba al torso y dejaba ver el bronceado de sus brazos tatuados; el pantalón caía bajo en la cadera, como si hubiera salido de la cama directo a perder una pelea con la cafetera.
Olía a tabaco de clavo, peligro… y una frustración nocturna tan intensa que casi hacía vibrar la cocina.
—Las tazas no odian, Luca. Son inanimadas. Simplemente eres torpe —dije, apoyándome en el marco de la puerta. No pude evitar la sonrisa.