El estudio era mi santuario. Olía a papel viejo y a tinta, una contradicción deliciosa con el aire salado y el perfume caro a menta y tabaco que impregnaba el resto de la mansión Romanotti. La inspiración no era una musa gentil; era un par de demonios gemelos que se turnaban para azotarme la espalda con látigos de deseo y miedo.
Desde que Félix me había confinado, había pasado la noche entera en un estado febril. Escribía. Bebía café. Ignoraba la regla no escrita de que no debía salir del estudio sin permiso, aunque nunca me lo habían dicho explícitamente. Sabía que me estaban vigilando. La casa era un ojo silencioso, y los gemelos eran las pupilas.
Mi novela, tentativamente titulada Doble Juego, fluía a la perfección. No era sobre dos mafiosos, era sobre ellos. Mi protagonista, Alana, era una escritora de chick-lit con curvas, de un humor sarcástico, y un talento para meterse en problemas. La Alana de la página no tenía miedo, ella ya había roto la regla de “no tocar”.
Y luego estaba