Mundo ficciónIniciar sesiónLa noche estaba dispersa por la inmensa ciudad de New York con un peso ambiente extraño, todo se percibía como si los secretos comenzaban a salir de la oscuridad. El auto de Andrew se detuvo frente a la residencia escondida entre edificios de manera discreta, de fachada oscura, sin rótulos ni luces visibles. Solo una ventana en el segundo piso dejaba escapar una línea delgada de humo y penumbra.
Andrew apagó el motor y permaneció unos segundos en silencio, sabiendo que esa charla que le aguardaba no sería ligera. Luego salió, desabrochándose el abrigo con la calma de quien sabe que nada ocurre por casualidad. Llego y la puerta se abrió ante su presencia para posteriormente dirigirse hacia las escaleras, y antes de tocar la puerta en el segundo piso, esta se abrió.
El señor Carl Anderson lo esperaba, con un vaso de whisky en la mano y esa sonrisa tensada que no alcanzaba a los ojos. —Llegas justo a tiempo —apartándose para dejarlo pasar.
El lugar olía a madera encerada, antigua, a roble viejo y poder. Papeles apilados sobre el escritorio, un cenicero repleto, lámparas encendidas en puntos estratégicos de la oficina, como si la luz fuera un interrogatorio permanente.
Andrew se acercó sin prisa. Dejando caer su abrigo sobre el sofá. —Todo se desarrolló como esperábamos —murmuró Andrew, sirviéndose un trago hasta rebasar el vaso—. París Helmont por fin me ha visto. No confía y era de esperarse, pero ya está inquieta… y eso es suficiente para mí. ¡Es suficiente para lo que tenemos en mente!
Anderson estaba de acuerdo y asintió lentamente, observando cómo el líquido ámbar giraba dentro del vaso que sostenía con cautela y midiendo las palabras de Andrew, frías y que aun escondían sus verdaderas intenciones. —Inquieta es buena palabra. No hay peor enemigo que una mujer que empieza a sospechar el papel que le han escrito —respondió con una ironía seca—. Pero nunca entenderá quién mueve las piezas en este tablero que su padre elaboró y se empeñó en esconderlo de su familia.
Andrew lo miró de reojo con el ceño fruncido. —Espero que para cuando lo comprenda… sea demasiado tarde.
el silencio denso los envolvió. Afuera, el sonido de los autos lejanos a la residencia comenzaba a golpear los cristales como si la noche aplaudiera en secreto su alianza. Anderson se inclinó hacia él, con su voz aún más grave. —Recuerda, Kayser… el lunes es el punto de quiebre. ¿Si todo sale como está planeado? La empresa Helmont pasará a nuestras manos. ¿Y si París se interpone…?
—No lo hará —interrumpió Andrew, con una seguridad que rozaba la arrogancia—. No debemos permitirlo.
Anderson lo observó un segundo más, intentando leerle el alma. Pero Andrew Kayser no tenía alma visible. Solo una ambición perfectamente disfrazada de serenidad.
Mientras tanto, en la mansión Helmont, París intentaba sacarse de la mente el retrato de Andrew. —¿Quién es? —se preguntó con la duda tirada al vacío—. ¿Por qué de pronto apareció repentinamente y su presencia era tan fuerte?
El fuego de la chimenea en la mansión iluminaba los retratos familiares, distorsionando los rostros de su padre y su madre en sombras vacilantes, con el ahora retrato fúnebre de su padre y la urna que les recordaba que Alejandro no volvería para resolver la vida de los que dependían de su caridad y de su ambición por los negocios. Su madre, con las manos temblorosas, llegó con premura a la habitación del departamento distante a la mansión.
—Hija… —grito con el pecho acongojado y la sensación que perdería algo más que solo a su esposo.
Paris salió con prontitud de su habitación. Observando a su madre con las manos temblorosas y un documento en la mano. —¿Qué es lo que te turba, madre? —preguntó aun queriéndose negar a creer que podrían ser malas noticias.
Ella extendió la mano y murmuro con una mirada atormentada. —Esto lo trajo el señor Anderson hace unas horas. —dijo con voz quebrada—. El lunes decidirán el rumbo de la empresa. Indicando que el futuro depende solo de ellos.
París tomó el papel sin decir nada. Lo leyó una vez, luego otra, cada palabra clavándose como un golpe en el pecho. “El rumbo de la empresa se decidirá el lunes.” Tan simple, tan fría, tan impersonal. Hasta parecía muy personal. No existía una prórroga o lugar que diera a la opinión.
Cerró los puños con fuerza. Las uñas le rasgaron la piel, pero no soltó el papel. Sus ojos, enrojecidos por el fuego, parecían reflejar una llama que no provenía solo de la chimenea distante a ella. —¿Decidirán el rumbo…? —susurró, casi sonriendo con amargura—. No. ¡Nadie decidirá nada que me pertenezca!
Su madre intentó tocarle el brazo, pero París ya había dado un paso hacia el frente. Con movimientos lentos, casi ceremoniales, dejó caer el papel sobre el cesto de basura luego de rasgarlo. —¡Esto es lo que haré con sus decisiones! —dijo, sin apartar la vista del cesto de basura—. Los echaré a la basura como la porquería que son.
París Helmont ya no era la hija desconsolada. Era la heredera de un imperio roto, la promesa de una nueva llama.
Paris se juraba con honor y orgullo ante la mirada temerosa de su madre que no permitiría que les arrebataran lo que a su padre le costó sacrificios edificar por décadas, mientras en el despacho del otro lado de la ciudad, Andrew levantó su vaso en silencio. —Por los comienzos que nadie pidió —dibujándose una sonrisa apenas visible.
Anderson chocó su vaso con el suyo, y la noche selló el pacto con un crujido de trueno a lo lejos.
Andrew bebió hasta la última gota de whisky, murmurando con la mirada oscura y penetrante como espada de dos filos. —Espero que el concejo no se deje comprar por la compasión y la desdicha de la señorita Paris.
—Está arreglado. —puntualizó el señor Anderson con extrema seguridad—. Los que aun abogan por la familia Helmont, no podrán negar el apoyo. ¿Y de hacerlo? Sus puestos correrán la misma suerte que la hija bastarda de Alejandro.
Andrew frunció el ceño y sin pensarlo pregunto al respecto. —¿Por qué le llamas bastarda? —se levantó lentamente como midiendo el paso del tiempo— ¿Hay algo que deba saber?
Carl Anderson sintiendo acorralado volteo la mirada brevemente y tras un sorbo profundo del whisky reposado en ese vaso que reflejaba ambición y deseo de poder, respondió con aparente calma. —Para nosotros… ¡Siempre ha sido una hija bastarda! —realizó una pausa repentina y secándose los labios murmuro—. Sabes perfectamente porque lo dicto de esa manera.
La noche estaba dibujando un tablero aun mayor, un tablero que ni el mismo Alejandro o Carl Anderson estaban dispuesto a jugar, aunque Alejandro ya no se encontrara presente, su legado permanencia en pie. ¡Solo que algunos no estaban dispuestos a perder y asumir las consecuencias de sus actos!
—¡Creo saberlo! Creo saber por qué lo mencionas de esa manera tan despreciable. —aseveró Andrew depositando el vaso sobre el escritorio—. Solo que evita pronunciarlo en mi presencia, aunque nuestros objetivos son los mismos. ¡Ella no deja de ser una señorita creada en cuna de oro!
El señor Anderson esbozo una sonrisa de burla. —¡Por favor! No me vengas con vagas estupideces. —respondió con el arquetipo de burla más descarada—. No se puede defender lo indefendible.
Andrew hizo estallar el vaso sobre la alfombra, su furia partió el ambiente en cuatro. Sus miradas se encendieron y con una frase que dejo helado al señor Anderson. —Guarda tus lecciones de moral junto a ese perfume agrio y viejo, porque solo se percibe la ambición y tu hambre de poder de algo que no fuiste capaz de construir con tus manos.
Carla Anderson enfureció, pero la mirada vacía, calculadora y amenazante de Andrew no lo dejo responder en ese instante de alta tensión entre ambos. ¡Era como si observara el reflejo de alguien más en ella!
El silencio posterior fue sepulcral entre ambos, las criptas se removieron ante el confrontamiento de seres que estaban dispuestos a mover piezas y destruir a su paso a cualquiera que les impidiera llegar a su objetivo.
—Más temprano que tarde… los lobos como tu terminan ahogándose en su propia rabia.
Andrew enderezó su postura con calma, con extrema quietud como quien se recupera tras una batalla invisible. Tomó el abrigo, aún manchado por las salpicaduras de whisky, y lo sacudió con un gesto seco. La oficina olía a secretos encerrados por demasiado tiempo.
Antes de marcharse del todo, se detuvo junto a la puerta. Su voz, apenas un susurro, quebrantó el aire y la conciencia de Carl Anderson la hizo remover como removiendo escombros tras el derrumbe.
—Recuerda… yo también aprendí a vivir entre las sombras, con el peso del abandono y el dolor de no tener un hogar. ¡Un lugar al que podía llamar hogar!
Guardó silencio. Tres respiraciones profundas se interpusieron entre ellos, como si contara los años perdidos. Para luego alzar la vista hacia el retrato que dominaba la pared.
En su mirada se mezclaban furia, ironía y una tristeza antigua. —Fui tratado como un bastardo —murmuró, con una calma que dolía más que el grito—. Fui llamado escoria y nadie estuvo ahí para impedirlo.
Giró lentamente hacia Anderson, dejando caer la última palabra como un golpe seco, un golpe que noqueo el mismo acero retorcido entre las llamas. —Pero claro… eso ya lo sabías, ¿verdad? —realizó una breve pausa para dar paso a la última palabra que rompió la estratosfera— ¡Padre!







