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Rey Muerto: La Ascensión de los Cuervos

Las campanadas aún chocaban entre sí en lo alto de la capilla familiar, cuando la voz la alcanzó. Cuando esa voz invadió sus oídos y le causó extrañeza. —Lamento profundamente su pérdida… señorita París.

El sonido fue un roce, como un murmullo, una vibración que atravesó el aire espeso del funeral. París giró lentamente la cabeza, con el alma aún húmeda de lágrimas que inundaron su interior, sin reconocer de inmediato a quien le hablaba.

Frente a ella, un hombre de porte elegante, alto y expresión serena le ofrecía una mirada que no terminaba de encajar con la ocasión: demasiado intensa para ser simple cortesía, demasiado contenida para ser consuelo. Demasiado confortante para ser amistosa.

—¿Nos conocemos? —preguntó, intentando ocultar la descortesía en su voz.

Él sonrió apenas, un gesto leve, casi triste. —¡Es posible que no, señorita! Pero espero que por lo menos mi nombre le recuerde algo. Mi nombre es Andrew Kayser. Conocí a su padre en el ámbito empresarial. Fue un hombre admirable… y pensé que lo correcto era venir a despedirlo.

La forma en que pronunció ¡Admirable! Hizo que algo en ella se tensara. Había un respeto genuino en su tono, pero también un matiz que no supo descifrar, una sombra de algo que aún no salía.

Desde unos metros más atrás, bajo el techo de la carpa principal, el señor Anderson observaba la escena con atención disimulada. Sus manos cruzadas detrás de la espalda, la mirada fija en aquel joven que hablaba con París. Era como si lo conociera y esperaba que algo sucediera.

Andrew no parecía un invitado común. Más bien daba la impresión de estar cumpliendo un propósito que solo él comprendía. Un propósito enterrado como lo serian los recuerdos del padre de Paris.

París, aún con la cadena de su padre entre los dedos, trató de ordenar sus pensamientos. El apellido Kayser resonaba en su mente, con un eco lejano que no sabía si provenía de la memoria o del instinto.

Paris mostrando su desinterés en el joven, murmuró con escepticismo. —Mi padre hablaba de muchos socios, pero no recuerdo que lo mencionara a usted.

Andrew bajó la mirada un instante, como si aquella observación lo hubiera tocado. —No fuimos socios. Pero nuestras reuniones nos estaban llevando a un proyecto… uno que, lamentablemente, no terminó como él hubiera querido. ¡Aunque espero que el trato aun pueda respetarse!

La frase quedó suspendida entre ambos, cargada de algo que París no pudo nombrar: ¿Advertencia? O quizás: Una sentencia.

Una ráfaga de viento levantó pétalos rojos del suelo y los arremolinó alrededor del féretro, mientras el sonido grave de las campanas se apagaba poco a poco. El Señor Carl Anderson dio un paso al frente, sin intervenir todavía, solo observando. Notó cómo Andrew la miraba, no con deseo ni con compasión, sino con una especie de interés silencioso, como si viera en ella algo que ni siquiera ella conocía o ninguno de los allegados a Anderson había descubierto.

—Lamento si mi presencia le resulta inoportuna e incómoda. —añadió Andrew con voz más baja, más lejana—. No era mi intención perturbar este momento sagrado entre familia.

—No… —respondió París, algo confundida—, simplemente no esperaba encontrar rostros nuevos hoy. ¡Alguien que ni siquiera había sido nombrado! Seguramente mi padre olvido mencionar lo importante que era su nombre. —resaltó aun con la incógnita en su mente, pero con la impresión fuerte que causó la llegada de Andrew.

Andrew asintió levemente, se inclinó con respeto y se alejó despacio, como queriéndose perder entre los asistentes que empezaban a dispersarse. Pero antes de desaparecer del todo, giró el rostro hacia ella y dijo: —A veces, señorita París, los finales traen consigo comienzos que uno no busca. Comienzos que pueden cambiar la existencia hacia un nuevo mundo.

París quedó inmóvil por unos instantes, la voz no fue capaz de salir de su pecho y mirando el punto donde él había estado segundos antes. No entendía por qué su presencia la había perturbado tanto.

Tal vez fue el tono seco y serio, o la sensación de que ese encuentro no era casual. Detrás de ella se acercó el señor Anderson que seguía observando, con el ceño fruncido y una inquietud que le atravesaba el pecho.

—¿Te es conocido? —le preguntó con la voz inquietante.

Paris se apartó y mencionó con un tono desafiante. —¡Espero que no sea una jugarreta suya! Señor Anderson.

Paris se alejó y dejó caer la cadena de su padre al suelo, Anderson la recogió y la llevo a su bolsillo. Sonriendo y murmurando. —Espero que no seas tan ingenua como tu padre lo era.

El señor Anderson como si fuese el dueño y el señor de la familia Helmont, ordenó que comenzaran a desbaratar el altar de rosas y diamantes donde se encontraba el féretro de Alejandro Helmont. La madre de Paris se encerró y no se supo mas de ella en aquel último adiós del empresario.

El féretro fue conducido hacia el crematorio y ahí comenzó a desatarse el infierno en la familia Helmont, ahí comenzó a emerger las llamas del poder, la ambición y la pasión que debería afrontar Paris Helmont.

Mientras el cuerpo de Alejandro Helmont ardía entre las llamas que parecían purificar sus pecados y sus mas oscuros secretos, el señor Anderson entre dientes murmuraba con un destello en sus ojos, un destello diferente y contenido. —¡Te lo advertí Alejandro! —murmuro con los puños que contenían la furia en su sangre—. Te advertí que no podrías callar para siempre y negar lo que ahora será un hecho.

El señor Anderson se veía muy seguro de si mismo antes las palabras mencionadas, pero nadie estaba ahí para escuchar lo que parecía una confesión a medias o una confesión que podría alterar el orden del destino para Paris.

La noche finalmente cayo en un suspiro y no existían ni rastros de lo que hace unas horas había acontecido en las propiedades de los Helmont. Paris reposaba en su habitación, distante y apartada a la mansión donde habitaba su madre viuda ahora.

Lo que nunca fue una cena familiar entre ellos, ahora jamás podría llegar a suceder. Paris nunca se caracterizó por ser una hija apegada a sus padres, mantenía la distancia y el frio calculador entre ellos. Prefería la compañía de sus “amistades” a tener que compartir con sus padres.

Pero ahí en su habitación, ahora no existía quien le diera una palabra o un suspiro de aliento tras la irreparable perdida de su padre. Sus amigos se esfumaron como el humo de un cigarro recién apagado, imaginaron que la vida de Paris ahora seria muy diferente a lo que ella acostumbraba a vivir con sus amigos.

Fiestas interminables en su apartado espacio dentro de las hectáreas de la familia. ¡Incluso! Con fiestas que duraron semanas y nadie y eso incluía a su padre, le negaba que actuara de esa manera.

Ahora ella se estrellaba con la barrera mas alta y dura que en su vida nunca atravesó, esa muralla de acero y hierro forjado se encontraba delante de ella. Era posible que el dinero, las fiestas y el libertinaje podrían haber continuado, pero ella ahí en su soledad se enteró que todo aquello solo era una invisible fachada de la cual hoy nadie se acercó para respaldarla en su dolor.

Carl Anderson depositó en la mansión Helmont la urna con las cenizas de quien en vida fuera el empresario líder, admirable y fiel creyente que la riqueza debía ser compartida. El señor Alejandro Helmont.

Mas que la viuda lo recibió con una media sonrisa dibujada en su cansado y triste rostro envejecido. Una taza de té los acompañó en ese instante en el que la urna tomaría el lugar de Alejandro en la mansión.

No existieron palabras, despedidas ni consuelo de parte del señor Anderson hacia la viuda, solo un comunicado que depositó en las manos de la viuda para luego marcharse, el comunicado era explicito y concreto: “El rumbo de la empresa se decidirá el lunes”

No había mas que aclarar, no había términos o condiciones escritos. Solo la sentencia que el consejo y los inversionistas harían el anuncio oficial luego de lo decidido ese día que definiría el rumbo de la familia Helmont o lo que quedaba de la familia Helmont.

Andrew Kayser luego del primer encuentro con Paris Helmont, se dirigió en su auto deportivo que pintaba las carreteras con su místico color. Dejaba rastro en las carreteras con las llantas que marcaba el destino de las vidas de los demás.

Andrew parecía confiado, sereno y con una mirada que hacía sentir que había ganado el primer asalto de una batalla que se había organizado en un tablero donde el rey había muerto.

El teléfono vibró justo cuando el motor rugía al límite. Andrew no tenía rumbo, solo velocidad. El paisaje pasaba como una sucesión de sombras, como la continuidad de un escenario escrito, sin principio ni final.

Andrew apretó los dientes, respiró hondo y aceptó la llamada a través del intercomunicador de la bestia deportiva que conducía con precisión. —¿Sí? —dijo, con una media sonrisa que no alcanzó a sus ojos.

De pronto el silencio breve al otro lado, y sin titubeos, respondió con esa voz que no dio lugar a una réplica: —Me encuentro en camino. Todo ha salido exactamente como lo planeamos.

El tono era tan controlado que resultaba más amenazante que cualquier grito. Después, una carcajada se escapó de sus labios, seca, cortante, como el sonido de algo que se quiebra. Como algo que estalla sin aviso alguno.

La bestia del color místico avanzó con un rugido ensordecedor, devorando el asfalto. El aire a su paso se partió en dos, y por un instante, Andrew pareció más una fuerza endemoniada desatada que un hombre de negocios.

Era el presagio de una tormenta. Era el presagio de un huracán que contenía su furia y a punto de arrasar con todo lo que se interpusiera en su camino.

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