La mansión Dracos emergió entre la neblina como un coloso dormido, sus muros de piedra gris respirando frío antiguo. Vladislav se estacionó frente a la entrada principal, descendió del auto y caminó con Adara en brazos; ella estaba inmóvil, pero no inconsciente. Más bien atrapada en un estado que crispaba la piel: con la mirada abierta, fija, perdida en un punto que ninguno de ellos podía ver.
Eryndor apareció segundos después, deslizándose entre la bruma como si ésta lo hubiese moldeado. Su rostro, usualmente sereno, estaba endurecido por la urgencia.
—Entren —ordenó, con la voz impregnada de un timbre sobrenatural—. No queda tiempo.
Vladislav no necesitó insistencia. Uno de los hombres que custodiaba la casa empujó las puertas dobles y avanzaron por el gran vestíbulo iluminado apenas por las lámparas murmurantes. El eco de sus pasos vibró como un mal presagio.
Apenas cruzaron el umbral, Eryndor se giró hacia afuera, alzó ambas manos y exhaló profundamente. Una corriente de aire se a