La noche había caído sobre la mansión Drakos como una manta pesada y sin aire. Desde el exterior, el bosque susurraba entre las ramas como si advirtiera que algo se removía entre sus raíces. Dentro, Vladislav caminaba de un lado a otro del gran salón, incapaz de encontrar un solo segundo de quietud. Sus pasos resonaban sobre el mármol negro, duros, tensos, cargados de una furia silenciosa.
Blade estaba apoyado contra una de las columnas con brazos cruzados sobre su tórax, observándolo con el ceño fruncido, igual de preocupado.
—Vas a desgastar el piso —murmuró.
—Quisiera poder desgastar la garganta de Christian —escupió Vladislav—. Y la de esa bruja.
Blade no replicó. No tenía cómo contradecirlo.
Eryndor, desde el otro extremo del salón, apenas movió un dedo para hacer que una ráfaga de energía luminosa reforzara el escudo invisible que rodeaba toda la mansión. El aire vibró de una manera apenas perceptible, como un cristal que se expande para no quebrarse.
—El escudo resistirá —dijo