Vladislav llegó al complejo en una ráfaga de furia dorada.
Las naves industriales agonizaban entre humo y chispas; las sombras se contorsionaban con cada embate de su paso.
Eryndor apareció a su lado como un faro: calmado, pero con la mirada afilada como una hoja.
—¿Dónde está? —gruñó Vladislav, escaneando la oscuridad con ojos que ya no eran solo humanos.
—Más abajo —dijo Eryndor, apuntando a una trampilla corroída—. Siente el hilo mental que los ata. Está en la sala de rituales.
Abrieron la trampilla y descendieron por escaleras de metal; el aire olía a óxido y a hierbas quemadas.
A cada paso, la magia antigua de la bruja pellizcaba los nervios, haciendo que las visiones titilaran.
En la sala principal, Christian los esperaba con la calma de quien recibe a un invitado esperado. Adara estaba encadenada, pálida como la luna, las runas negras ardían en sus muñecas, mientras que la bruja, junto a una mesa de símbolos, murmuraba palabras que olían a cenizas.
—Llegaste finalmente —dijo Ch