La lluvia caía con furia sobre los ventanales de la mansión Rupert.
El sonido del agua golpeaba el cristal como si contuviera un lamento constante, como si la tierra misma presintiera el error que estaba por cometerse.
Entre la niebla, once figuras se acercaban a la entrada principal. Sus pasos eran pesados, llenos de rabia y de incertidumbre.
Andrew caminaba al frente, con el abrigo empapado y el rostro marcado por la determinación.
Su mandíbula tensa revelaba la lucha interna que libraba desde hacía semanas.
Detrás de él, diez lobos de la manada Drakos lo seguían en silencio, con la mirada baja y los colmillos apretados dentro de sus bocas, como conteniendose, como si temieran que el mismo aire traicionara su propósito.
—Recuerden —murmuró Andrew sin volverse—, no venimos a buscar alianza, no como mendigos. Venimos a buscar apoyo para reclamar lo que nos pertenece.
—¿Y si Vladislav se entera? —preguntó uno de los hombres en un tono de voz apenas audible sobre la tormenta.
—Entonces