Elia despertó antes del primer canto de los pájaros. El silencio era tan espeso que casi podía partirse con los dedos. La cabaña aún estaba sumida en penumbra, y el aire tenía ese aroma entre rocío y madera dormida que solo ocurre en las madrugadas donde el mundo parece esperar algo. Se sentó con lentitud. No por cansancio, sino por reverencia. Sabía que el día no era cualquier día: algo terminaría y comenzaría a la vez.
Mientras caminaban hacia el claro, Elia recordó las voces que ya no escuchaba con los oídos, sino con la piel. Una hoja rozó su mejilla: leve, fresca, como si el bosque la tocara para saludarla. No eran fantasmas. Eran presencias que habían tejido el camino antes que ella. Cada paso que daba era también un eco que regresaba a sus orígenes. Lena iba delante, llevando una pequeña caja de madera cerrada con un cordón rojo; Riven, en silencio, caminaba a su lado, los hombros relajados pero atentos, como si también escuchara lo que no se oía.
El claro parecía suspendido fu