La niebla de la mañana se alzaba lenta, como si dudara en soltar el sueño que había envuelto la noche. Elia despertó con una sensación leve en la espalda, como si la tierra misma la hubiera sostenido mientras dormía. Se incorporó sin prisa, dejando que el cuerpo recordara por sí mismo los gestos del despertar. La ventana filtraba un haz de luz oblicua que tocaba su cuaderno cerrado, reposando sobre la mesa como un corazón paciente.
Afuera, el bosque tenía un tono nuevo. No era diferente por el color, sino por el silencio: un silencio que no era ausencia de sonido, sino expectativa. Como si los árboles contuvieran el aliento. Elia sintió que el día no empezaba, sino que la estaba esperando. Al salir, encontró a Lena frente a la cabaña, observando una línea de hormigas que transportaban fragmentos de hoja.
—Hoy vas sola —dijo Lena, sin apartar la vista del suelo—. Pero no irás sin eco.
Le entregó una esfera pequeña hecha de hilos entrelazados. En el centro, una piedra pulida palpitaba c