Antes de retirar la tela que cubría el Cuaderno Mayor, Elia cerró los ojos y apoyó ambas manos sobre la corteza. Respiró profundo. Sintió cómo su pecho se alineaba con el pulso de la tierra. Su espalda se erguía no por orgullo, sino por reconocimiento. Sabía que no se trataba de leer. Se trataba de ofrecer presencia. Sus pies, firmes sobre la tierra húmeda, sentían una vibración tenue, como un eco antiguo que subía por sus piernas.
La cubierta del Cuaderno tenía vetas nuevas, como si el tiempo hubiera bordado sobre ella. Al tocarla, sintió una calidez inesperada, como si el cuero respirara. Cuando lo abrió, la primera página no contenía palabras, sino una espiral de líneas que parecía girar lentamente ante sus ojos. Era como si el cuaderno mismo respirara, marcando un ritmo que no era humano, pero tampoco ajeno.
Al mirar las espirales, escuchó un murmullo bajo, como si las mujeres que habían escrito antes que ella aún respiraran entre las páginas. No eran fantasmas. Eran alientos guar