El bosque entero parecía en pausa, como si contuviera el aliento. No cantaban los pájaros. No se movían las hojas. Incluso el rocío sobre la hierba parecía suspendido, como un pensamiento que aún no decide caer. Era el momento justo antes del alba, cuando la oscuridad ya no manda, pero la luz aún no reclama su sitio. Elia cruzó el umbral de la cabaña con la respiración contenida, como si supiera que cualquier palabra dicha muy alto rompería un equilibrio sagrado.
En su muñeca, el hilo rojo trenzado por Lena latía con cada paso. Había dormido poco, pero no se sentía cansada. Una quietud distinta la acompañaba, una sensación de haber llegado a un borde, no para detenerse, sino para mirar desde allí. Riven caminaba unos pasos detrás, con su silencio atento y una mirada que no necesitaba palabras.
El sendero que Lena les había mostrado no era nuevo, pero tampoco era conocido. Cada paso sobre esa tierra despertaba algo en la planta de sus pies. No era dolor ni placer, sino reconocimiento.