La lluvia había cesado al amanecer, pero el olor a tierra húmeda aún flotaba en el aire, espeso como una respiración contenida. Elia despertó con el cuerpo tibio y el cuaderno apretado contra el pecho, como si durante la noche se hubiera aferrado a él para no disolverse. La ventana entreabierta dejaba entrar la luz grisácea del día, una claridad que no era alegre pero tampoco triste: era la luz de los días en que algo empieza.
Al incorporarse, sintió el leve tirón de los hilos en su muñeca. El nuevo, más claro, había cambiado de tono durante la noche. Ahora tenía vetas azuladas, como las raíces bajo tierra en temporada de deshielo. Al tocarlo, Elia sintió un leve cosquilleo, como si los sueños de la noche hubieran dejado allí un mensaje que su piel aún descifraba. Lo acarició sin pensar, agradeciendo su presencia. Luego salió al exterior.
El bosque seguía quieto, pero no en pausa. Había un movimiento interno, una vibración contenida que hacía que las hojas parecieran respirar juntas.