La lluvia había comenzado sin aviso. No era tormenta ni llovizna: era una caída serena, rítmica, como si el cielo lavara con cuidado lo que había sido revelado. Al tocar las piedras cálidas del umbral, el agua generaba un tenue vapor, como si los susurros antiguos del bosque se soltaran por fin.
Elia extendió la mano fuera de la ventana de la cabaña y sintió las gotas frías como dedos antiguos tocando su palma. No eran ajenas. Tampoco nuevas. Cada una parecía cargar un fragmento de historia. Como si la memoria también pudiera caer del cielo.
A su lado, el cuaderno yacía abierto, y sobre la página más reciente, la tinta no se corría. Era tierra mezclada con savia, lo sabía. Lo había sentido esa mañana cuando, al despertar, la marca en su pecho había latido una vez más, no como una herida, sino como un eco. La marca ardía suavemente, como si recordara por ella.
Riven se acercó en silencio. Llevaba una capa que olía a resina, humo y helecho mojado. Sus ojos, oscuros como corteza bajo la