El primer rayo del amanecer no rompía el silencio: lo acompañaba. En el claro donde la noche había sellado un pacto sin palabras, Elia y Riven despertaban sin haberse dormido del todo. La tierra conservaba el calor de sus cuerpos, y la espiral en el centro seguía marcada como una herida que no sangra pero sigue hablando.
El entorno parecía distinto. Las hojas tenían un brillo húmedo, casi plateado, y un aroma nuevo flotaba en el aire: mezcla de resina, tierra mojada y algo indefinible, como un recuerdo recién exhalado. La piel de Elia ardía levemente, no por fiebre, sino por algo más hondo. Su marca también. Como si hubiese absorbido parte de la noche.
Elia se incorporó primero. No sintió frialdad ni vergüenza, sino una especie de firmeza serena. La noche había sido un umbral. Su cuerpo lo sabía, y no pedía explicaciones. Al mirar a Riven, encontró en sus ojos un eco del suyo: no asombro, sino reconocimiento. Como si ambos entendieran que lo que habían compartido no era intimidad, sin