El día amaneció con una bruma suave que se enredaba entre los árboles como si el bosque respirara más lento. Las hojas no crujían. El viento no cantaba. Todo estaba en una pausa viva. La bruma olía a piedra mojada y savia fresca, y parecía absorber los sonidos, volviendo cada paso un susurro contenido. Elia salió de la cabaña con el cuaderno en la mano y la raíz tallada envuelta en su tela. Su piel vibraba con una electricidad leve, como si la atmósfera le rozara el alma. Riven la siguió sin decir palabra, como si los dos supieran adónde debían ir, aunque nadie lo hubiera marcado.
Volvieron al fresno.
No porque alguien lo pidiera. No porque el ritual así lo exigiera. Sino porque algo los llamaba. No con voz, sino con pulso. Y la bruma parecía cederles el paso.
El fresno estaba igual, pero distinto. Más denso. Más atento. La grieta que Elia había tocado semanas atrás ahora tenía una veta de savia endurecida, como una cicatriz que no había cerrado del todo. Elia extendió los dedos y los