La hoja plateada descansaba sobre la mesa de madera, aún tibia al tacto. Elia no había dormido. La luz pálida del amanecer filtraba apenas entre las rendijas de la cabaña. Cada sombra parecía más alargada, más consciente.
Incluso el fuego crepitaba distinto, como si se negara a romper el silencio con su canto habitual. Era una mañana sin nombre, pero con memoria. Una que aún no se atrevía a hablar. Como si la noche no se hubiera ido del todo, solo hubiera cambiado de forma.
—No puedes cargarla todo el tiempo —dijo Lena, entrando con una taza humeante—. La hoja no es un talismán. Es una llave. Si la fuerza acompaña, se abrirá sola.
Elia asintió, pero no respondió. Sentía que hablar haría temblar lo que apenas estaba comenzando a asentarse dentro de ella. La sensación de haber sido otra. De haber caminado con pies que no eran los suyos. De haber pronunciado un nombre que su boca aún no podía decir.
—¿Y si no estoy lista? —preguntó al fin, con la voz baja.
—Entonces el Velo esperará —dij