El bosque respiraba distinto esa mañana, como si cada hoja exhalara una advertencia. Elia caminaba no con prisa, sino con certeza, siguiendo una intuición que no nacía en sus pensamientos, sino en sus huesos. Lena y Riven iban detrás, no como guías, sino como testigos de algo que ya no les pertenecía. El colgante sobre su pecho pulsaba con un ritmo ancestral, alineado con la runa y con una voluntad que parecía despertar en las raíces mismas del mundo.
Frente al fresno viejo, el mismo que días atrás lloró savia negra, algo había cambiado. Su corteza estaba abierta como una herida vertical, y desde su interior emergía una raíz pálida, luminosa, que parecía respirar. No era blanca como la ceniza, sino como la luna nueva: tenue pero viva, como si la oscuridad le permitiera brillar.
Elia se acercó sin temor. La raíz no la repelía. Al contrario, parecía inclinarse hacia ella, como una criatura que reconoce a su madre. Extendió una mano y la tocó.
La raíz estaba tibia. No como madera viva, s