Elia apenas había dormido. Su mente giraba como un remolino imposible de detener. Las palabras del libro resonaban en su interior, entrelazadas con el fuego que ya no dormía bajo su piel. El símbolo de la luna creciente aún ardía débilmente sobre la primera página, como un faro que marcaba el inicio de un viaje inevitable.
Antes de que el sol asomara, encendió una vela pequeña y bajó en silencio. El aire tenía aroma a romero y tierra húmeda. Lena la esperaba. Sobre la mesa ardía una vela gruesa, rodeada por un pequeño anillo de pétalos marchitos y hojas secas.
—Si vas a partir —dijo Lena, sin alzar la voz—, antes debes cerrar lo que te une. Lo que no entiendes de ti, tampoco lo entenderás allá fuera.
Elia se sentó frente a ella. Lena le ofreció una ramita de salvia negra.
—Quémala. Y di un recuerdo que aún no hayas dicho en voz alta. No por mí. Por ti.
Elia sostuvo la ramita sobre la vela. Vio cómo la llama la devoraba despacio. Cerró los ojos.
—Cuando era niña... soñaba que corría po