La mañana se alzó sin urgencia, como si el tiempo hubiera decidido observar antes de avanzar. La luz filtrada entre los árboles era tenue, como si temiera interrumpir algo sagrado. Elia despertó sin sobresalto, con el cuerpo en calma y la piel tibia. Su marca seguía visible en el pecho, no como una herida, sino como un remanso. Lentamente, se incorporó y buscó con la mirada a Riven, que ya estaba de pie, mirando hacia el este como si esperara una señal que solo él podía entender.
Lena no estaba en la cabaña. Había dejado, en su lugar en la mesa, un pequeño ovillo de hilo rojo. Ninguna nota, ningún objeto adicional. Solo eso. Elia lo tomó entre los dedos. Era cálido, como si acabara de ser tejido. Olía apenas a madera quemada y tierra mojada, como si hubiese sido tejido en medio de un incendio contenido. Un estremecimiento leve le recorrió la columna.
—¿Sabes qué significa? —preguntó Riven desde la puerta.
—Aún no —respondió Elia—. Pero creo que vamos a averiguarlo.
Caminaron hacia el