El regreso a la cabaña fue silencioso, pero no pesado. Elia sentía que sus pasos eran acompasados por un ritmo antiguo, como si el bosque ya conociera su andar. En su pecho, la espiral de hilos que le habían entregado las hilanderas seguía latiendo, apenas perceptible, como un murmullo que la tierra no dejaba de pronunciar. Algo en ella se había soltado, como si el silencio finalmente supiera hacia dónde ir.
Al entrar, Lena ya los esperaba. No en la cocina, ni sentada junto al fuego, sino de pie frente a la puerta, como si supiera que ese día no se recibía con palabras, sino con presencia. En sus manos, sostenía un cuenco lleno de agua donde flotaban hojas secas de salvia y un pétalo marchito de flor de luna. El cuenco tenía un borde irregular, desgastado por años de uso, y despedía un aroma denso: humo apagado, laurel seco y una nota metálica, como de piedra húmeda.
—Hoy escribirás desde otro lugar —dijo Lena, sin alzar la voz—. No desde ti, ni desde el recuerdo. Sino desde lo que ya