La cadena se partió con un chasquido y la puerta lateral cedió lo justo para que cupiera un cuerpo. Julian entró primero, pegado al marco, la respiración corta y la mirada encendida como cuchillos. El zumbido del generador llenaba el almacén con un ronroneo grave; olía a metal caliente, a tabaco rancio y a algo dulzón que podía ser gasolina. Nadir le cubrió la espalda; Leo se deslizó a la derecha, buscando altura visual; Amhed, un paso atrás, repartía órdenes en susurros, como si cada sílaba hubiera sido medida con un calibre.
—Centro abierto a quince metros —susurró Leo—. Dos sombras, una fija, otra en ronda.
—La fija puede ser Luka —mordió Julian, sin apartar los ojos del rectángulo de luz al fondo—. O alguien a