La noche se pegaba a los vidrios polarizados del coche como una piel ajena. Marcus llevaba el volante sin mover el auto, el motor apagado, los dedos marcando surcos invisibles sobre el cuero. No era el silencio lo que le comía la cabeza, era el eco. En su oído, todavía reverberaba la sirena de la ambulancia; en sus ojos, la imagen de Julian cargando al mocoso como si fuera un trofeo sagrado. Habían entrado. Habían sacado al niño. Habían dejado su mensaje: no controlas nada. La frase no la dijo nadie, pero la sintió escrita en la pared del almacén, a navaja.
—Idiotas —escupió, golpeando el volante con el talón de la mano.
La ira no le subía; ya estaba instalada, una usina que no se apagaba ni con whisky ni con sexo. El vaso en el p