ALESSANDRO RIZZO
Ver a Valeria tendida en el suelo, inconsciente, me arranca el aliento. Es inevitable que mi mente regrese al día antes de su partida... al último momento en que la tuve cerca con el odio entre nosotros. Me agacho rápidamente, con el corazón golpeándome el pecho, temiendo lo peor. Pero al tocarla, siento su pulso. Sigue viva.
—¡Valeria! —grito con desesperación.
Un hombre entra en la sala apresuradamente. Su rostro me resulta vagamente familiar, pero no logro ubicarlo de inmediato. En cuanto intenta acercarse a ella, lo empujo con fuerza.
—¡No la toques! ¡Es mi esposa! —espeté, aún agitado.
El tipo se incorpora y me mira con frialdad antes de hablar, con voz firme.
—Tú la empujaste. Por eso está inconsciente. Tengo cámaras por todo el lugar —asegura, y eso me descoloca. Su rostro... sí, me suena. Pero ¿de dónde?
—La llevaré al hospital —digo con decisión, tratando de levantarla.
—Llamaré a un médico para que venga a revisarla aquí —me detiene sin vacilar.
¿Quién demo