ALESSANDRO RIZZO
La noche estaba en silencio, rota solo por el crepitar constante de la chimenea. Me encontraba sentado frente al fuego, con un vaso de whisky firmemente sostenido entre mis dedos. La bebida ardía en mi garganta, pero no tanto como el dolor que me consumía por dentro. Mi mirada se posaba en las llamas, pero mi mente... mi mente estaba atrapada en el pasado.
Giré mi mano lentamente y observé la argolla de matrimonio. Brillaba débilmente con la luz del fuego, un recuerdo cruel de lo que había perdido. Angélica. Mi esposa. La mujer con la que planeaba envejecer. Me la arrebataron sin piedad.
—Señor, todo está listo —anunció uno de mis hombres, interrumpiendo mi duelo silencioso.
Apuré el whisky, dejando el vaso sobre la mesa, y me puse de pie. Salí del despacho, ese refugio que ya no me ofrecía consuelo, y bajé al sótano. Allí me esperaba el infeliz que había cambiado mi vida para siempre.
Su cuerpo, encadenado a una silla, estaba cubierto de sangre y hematomas. Apenas levantó la cabeza cuando entré.
—Veo que mis hombres te han dado una cálida bienvenida —dije, remangándome con calma—. Esto puede terminar rápido si cooperas. Solo necesito un nombre. Me lo das... y morirás sin sufrimiento. Si no... bueno, sabrás lo que es el verdadero infierno.
—Señor, por favor... —gimió—. Yo no sabía que el encargo era para usted...
Me acerqué y, sin previo aviso, le estampé un puñetazo en la cara. Un chorro de sangre brotó de su boca.
—¡Mataste a mi esposa, hijo de puta! —bramé con la voz rota por la rabia—. ¡Ahora dime quién te pagó!
El hombre dudó. Sabía lo que le esperaba si hablaba... pero también sabía lo que le haría si no lo hacía.
—¡Espere! Solo escuché un nombre... Santoro. Decían que estaba ofreciendo mucho dinero...
Un escalofrío me recorrió la espalda.
¿Sandro? No, no podía ser. Mi socio. Tenemos compartido negocios y jurado lealtad.
—¡Mientes! —grité, y lo golpeé de nuevo.
—¡No! ¡Lo juro! Toda la información está en mi celular... mensajes, números, cuentas...
Uno de mis hombres revisó el dispositivo. Cuando alzó la vista, su expresión lo decía todo.
—Señor, uno de los números está vinculado a la empresa Luxjury, y hay transferencias bancarias a nombre de Renato.
Renato. La sombra de Sandro. Su mano derecha. Su perro fiel.
—¿Qué más sabes? —pregunté con los dientes apretados.
—Nada más, eso es todo, lo juro... —Me giré hacia Lucas, mi leal mano derecha.
—Quémalo vivo.
El tipo abrió los ojos con terror.
—¡No! ¡No me haga esto! ¡Piedad!
—¿Piedad? —escupí con desprecio—. La misma que tuviste tú con mi esposa...
Salí del sótano con la furia creciendo en mi interior como un incendio incontrolable. Me dirigí al despacho, incapaz de contener la rabia. Con un rugido, barrí con todo lo que había sobre el escritorio.
—¡Maldito hijo de puta! —Lucas entró de inmediato y me sujetó por los hombros.
—¡Hermano, cálmate!
—¡La mataron! —grité, con la voz desgarrada—. Por culpa de Sandro... o de sus perros rusos.
—Lo averiguaremos. Lo juro.
Una semana después, mis sospechas se confirmaron. Las cuentas de Sandro recibían dinero desde cuentas rusos. Incluso lo vieron reunirse con ellos en su empresa.
—Me las pagarás, bastardo... —susurré.
Fue entonces cuando lo recordé. Sandro tenía una hija. Su debilidad. Perdió a su esposa... y ahora perderá lo único que le queda.
Me vengaré Donde más le duele.
Tres meses después
La gala de la empresa Santoro era un derroche de elegancia. Luces, vino caro, sonrisas hipócritas. El viejo sabía cómo impresionar.
Desde lejos, la vi. Alta, piel clara, cabello rubio como la miel al sol. Elegante y segura de sí misma. Una joya demasiado pura para ese mundo de serpientes.
—Es ella —susurró Lucas a mi lado.
Vi cómo se alejaba en dirección al balcón. Era el momento perfecto.
La seguí con paso firme, y al llegar, la encontré sola, contemplando la ciudad. Había algo en su expresión... inseguridad, quizás. Duda.
—Un placer —dijo al verme—. Soy Valeria Santoro.
—Tu padre me ha hablado mucho de ti —respondí—. Dice que eres prometedora.
—Espero no decepcionarlo. Aún tengo mucho que aprender.
—¿Ya conoces el programa CCA? —Una chispa de confusión cruzó sus ojos.
—¿CCA? No, lo siento. No he escuchado de eso... Pero me pondré al día.
No tenía ni idea de los negocios sucios. Eso solo reforzaba mi determinación.
—Es un proyecto en desarrollo. Muy confidencial —dije con una sonrisa diplomática.
—Qué alivio... No quiero quedar mal tan pronto. —Su risa fue suave, sincera. Una risa que no encajaba en mi mundo.
Entonces apareció él.
—Te demoraste, mi niña —dijo Sandro, posando una mano sobre su hombro.
Mi corazón se endureció al verlo. Su sorpresa fue evidente.
—Rizzo... no pensé que vendrías.
—Era un compromiso. Los negocios no esperan. —Sus ojos se oscurecieron. Estaba incómodo. Lo tenía. —Con que esta es tu hija —dije, observándola—. Es encantadora. —Valeria bajó la mirada, ligeramente sonrojada.
—Y pronto estará al mando —añadió Sandro con orgullo.
—¿De todos los negocios? —pregunté, clavando la mirada en él.
—Princesa, ¿nos dejas un momento? —Ella obedeció pero dudosa de dejarnos solos. Apenas desapareció, dejé caer la máscara.
—Es hermosa tu hija.
—Aléjate de ella —espetó Sandro, tenso—. No sabe nada. Es inocente.
—Angélica también lo era. Y la mataron.
—Yo no fui...
—El asesino mencionó tu apellido.
—¡Eso no prueba nada!
—¿No? —Sandro palideció.
—Nunca te traicionaría. —Me acerqué, bajando la voz como un veneno.
—Si descubro que lo hiciste... iré por tu hija. No será rápido. No será limpio. Y lo grabaré todo.
Lo dejé con el rostro desencajado y salí al salón. Entonces la vi de nuevo. Valeria, sentada, fumando un cigarro.
Eso arruinaba un poco su imagen. Me acerqué y le quité el cigarro sin permiso.
—Oye, ¿qué haces?
—Te ves mejor sin eso —le dije, acercándome más de la cuenta—. No arruines tu perfume.
Valeria me miró con desconcierto... y curiosidad. No lo sabía aún, pero había entrado en el juego.
Y yo ya había decidido cómo iba a terminar.