VALERIA SANTORO
Este hombre... había algo en él que me desconcertaba. Su presencia era imponente, casi intimidante, pero irradiaba un aura de misterio que no podía ignorar. Tenía ese tipo de magnetismo que perturba incluso al corazón más firme. Lástima que eligiera fijarse en alguien como yo, alguien que no permite que le revuelvan la vida así como así.
—¿Por qué no se ocupa de sus asuntos, señor Rizzo, y me deja tranquila? —le espeté con tono firme.
Él solo sonrió, acortando la distancia entre nosotros con una confianza que me descolocó.
—Está invadiendo mi espacio personal —advertí, colocando la mano sobre su pecho. Sólido. Tenso. Claramente entrenado. Dios... el calor me subió como una ola inesperada.
—¿Pasa algo? Está colorada —dijo con una sonrisa ladeada, esa que sabía usar tan bien.
—Solo... tengo calor —respondí, intentando mantener la compostura mientras retrocedía. Pero, como buena torpe, tropecé con algo y estuve a punto de caer. Fue él quien me sostuvo, con una firmeza que me sacudió más de lo que debería.
Mis ojos se encontraron con su rostro. Era imposible no detenerse en sus facciones perfectas: mandíbula marcada, labios carnosos, cabello oscuro cuidadosamente peinado... y esos ojos azules. Cielos claros en plena tormenta.
—¿Puedo decirle algo? No quiero faltarle al respeto —su voz bajó un tono, volviéndose casi un susurro—. Es usted una mujer extraordinariamente hermosa.
¡Dios! ¡El calor otra vez! Reacciona, Valeria. Me enderecé, alisándome el vestido mientras reprimía el caos en mi pecho.
—Gracias, señor Rizzo, pero mantengamos esto en un marco profesional. Usted es socio de la empresa de mi padre, y yo pronto estaré al frente de ella.
—Estoy seguro de que lo hará con excelencia.
—Creo que es momento de retirarme —dije, pero él me sujetó suavemente del brazo.
—¿Me concedería un baile, señorita Santoro? —Un baile... ¿Qué daño puede hacer un simple baile? Solo eso. Nada más. —¿Acepta? —Extendió la mano con una elegancia natural. Dudé solo un segundo antes de tomarla. Caminamos hacia la pista.
La música envolvió el ambiente y sus manos encontraron mi cintura, acercándome a su cuerpo sin preguntar. Mi respiración se alteró. El calor era ahora una combustión silenciosa. Pero las miradas clavadas en nosotros comenzaron a incomodarme.
—Creo que deberíamos parar —intenté alejarme, pero él me sostuvo aún más cerca.
—¿Por qué tan pronto? ¿Acaso no bailo bien?
—No es eso. Pero todos nos están observando.
—¿Y eso le molesta? —Mucho más de lo que quisiera admitir.
—Señor Rizzo, estoy dando mis primeros pasos en el mundo empresarial. Soy mujer, joven, y para estos hombres —la mayoría anticuados y machistas— eso ya es suficiente motivo para dudar de mí. Si me ven demasiado cerca de usted, lo interpretarán como debilidad, como favoritismo, como cualquier cosa... menos capacidad. Y yo me he esforzado demasiado para permitirlo.
Él me observó con atención, como si mis palabras lo desarmaran.
—No necesita demostrarle nada a nadie. Usted tiene fuerza, carácter, y eso vale más que cualquier aprobación ajena.
Sus palabras me impactaron. Era como si pudiera ver a través de mí, y eso me perturbaba más de lo que quería aceptar.
—Debo irme —dije finalmente, separándome. Aun así, sus ojos permanecieron fijos en los míos, como si se negara a soltarme por completo.
—El placer ha sido mío, señorita Santoro.
—Igualmente, señor Rizzo.
La velada había sido un éxito en lo superficial, pero al llegar a casa, algo en el ambiente me alertó. Mi padre parecía inquieto. No lo veía así desde hacía mucho tiempo.
—¿Papá, estás bien?
—Sí, hija, solo estoy cansado. Los años no vienen solos.
—Vamos, tú pareces más joven que muchos de mi edad —le dije, abrazándolo. Acarició mi espalda con afecto.
—Quiero pedirte algo, Valeria.
—Dime.
—Mantente alejada de Rizzo. Lo vi contigo esta noche, y no me gusta.
—¿Por qué? Solo fue un baile.
—No es para ti. Además... hace poco perdió a su esposa. —El mundo pareció detenerse un segundo.
—¿Qué le ocurrió?
—La asesinaron.
Un escalofrío me recorrió la espalda. ¿Cómo seguía tan entero? ¿Cómo podía siquiera sonreír?
—Eso es terrible...
—A veces siento que ambos fuimos condenados a perder al amor de nuestras vidas —murmuró con tristeza—. Pero prométeme que no te acercarás más a él.
—Papá, fue solo cordial. No hay nada más. Soy profesional. Jamás mezclaría lo personal con los negocios.
—Él tiene treinta años. Tú aún eres muy joven.
Lo que no entiende es que la edad no cambia el efecto que tiene en mí. Podría tener cuarenta, y aún así... Dios, en que estoy pensando
—No te preocupes, papá. Solo negocios, lo prometo.
—Estoy considerando romper la sociedad.
—¿Por qué? — se queda ausente por unos segundos, pero luego vuelve en si.
—Estoy cansado. Mañana hablamos. Buenas noches, hija.
Se fue, pero yo me quedé en la sala, con mil preguntas girando en mi cabeza. ¿Qué oculta mi padre sobre Rizzo?
Al amanecer, me vestí con un atuendo que gritaba poder. Sentía que algo importante estaba por suceder, aunque no sabía qué.
—Estás deslumbrante —dijo Flavia con una sonrisa cómplice—. ¿Algo que celebrar?
—No. Solo me provocó.
—Pues vas a dejar a más de uno sin aliento.
Justo entonces, entró Lorenzo. Su expresión lo delató: se quedó sin palabras al verme. Flavia lo notó de inmediato y su semblante cambió.
—Vaya sorpresa —murmuró él.
—Buenos días, Lorenzo.
—Los buenos días me los das tú con esa presencia. —Flavia salió de la oficina, visiblemente molesta. La entendí al instante.
—¿Qué le pasa?
—Ustedes los hombres no entienden nada...
Fui tras ella, pero al girar en el pasillo choqué con algo o alguien. Antes de caer, unos brazos fuertes me sostuvieron. El aroma inconfundible que lo acompañaba me confirmó quién era.
—Ya se está haciendo costumbre encontrarla en mis brazos —dijo con esa voz grave que me estremecía.
Alcé la mirada. Ahí estaba él, como salido de una fantasía: traje impecable, rostro impecable.
—Perdóneme, señor Rizzo. No estaba viendo por dónde iba.
—Créame, es un gusto tropezar con usted.
—Quiero preguntarle algo...
—Por supuesto.
—¿Está intentando coquetear conmigo? —Su sonrisa fue su respuesta.
—¿Sería un problema si lo hiciera? —¿Eso era un sí?
—Sí. Usted perdió a su esposa hace poco. No debería coquetear con la futura heredera de esta empresa. —Su expresión cambió al instante. De galante a sombrío.
—¿Cómo lo supo?
—Mi padre me lo contó. Y también me pidió que me mantuviera lejos de usted. Lamento lo de su esposa... sobre todo la forma en que ocurrió.
No dijo una palabra. Solo me miró con intensidad, y luego se alejó, dejándome con el corazón en la garganta.
—¿Qué pasó aquí? —musité, desconcertada.
Entonces, un estruendo sacudió la calma. Provenía de la oficina de mi padre.
—¡Papá!