7

BIANCA

El Rolls-Royce se deslizaba por las calles de Milán como una sombra negra. Bianca observaba el paisaje urbano a través de los cristales tintados, sintiendo cómo el peso de su apellido se asentaba sobre sus hombros con cada kilómetro que la acercaba a la villa familiar. La llamada de su padre había llegado esa mañana, breve y directa como siempre: "Necesito verte. Solo tú."

Salvatore Moretti, el hombre que había construido un imperio desde las sombras, ahora vivía en un retiro que todos sabían era más simbólico que real. A sus setenta años, sus manos seguían moviendo hilos invisibles en toda Italia.

El vehículo se detuvo frente a la imponente villa en las afueras de la ciudad. Bianca ajustó su traje negro de Armani y descendió con la elegancia calculada que había perfeccionado desde niña. No había traído escolta; su padre detestaba ver hombres armados en su jardín.

—Signorina Moretti —la recibió el mayordomo con una reverencia—. El signore la espera en el jardín de invierno.

Bianca atravesó los pasillos de mármol de la casa donde había crecido. Cada rincón guardaba recuerdos: allí había aprendido a disparar, allí había escuchado por primera vez las palabras "familia" y "honor" en el mismo contexto, allí había visto a su padre ordenar ejecuciones mientras cenaba.

Salvatore Moretti estaba sentado junto a una mesa de ajedrez, contemplando las piezas con la misma intensidad con que solía estudiar a sus enemigos. No se levantó cuando ella entró, pero sus ojos, aún penetrantes bajo las cejas canosas, la recorrieron de arriba abajo.

—Has perdido peso —fue su saludo.

—Y tú pareces más fuerte, papá —respondió ella, inclinándose para besar su mejilla.

El anciano hizo un gesto hacia la silla opuesta. Bianca se sentó, manteniendo la espalda recta como le habían enseñado.

—¿Sabes por qué te he llamado? —preguntó él, moviendo un peón negro.

—Imagino que has oído rumores.

—No necesito rumores cuando tengo ojos y oídos en todas partes —Salvatore la miró directamente—. La familia Rizzo está moviéndose desde Nápoles. Los Venucci han duplicado sus hombres en Milán. Y tú... —hizo una pausa significativa— estás confiando demasiado en ese siciliano.

Bianca mantuvo su expresión impasible, aunque la mención de Luca hizo que su pulso se acelerara.

—De Santis ha demostrado su lealtad durante años.

—La lealtad es como el hielo, _figlia mia_. Sólida hasta que empieza a derretirse —Salvatore movió otra pieza—. Tu prometido está muerto. Alguien cercano lo traicionó. ¿Has considerado todas las posibilidades?

—Constantemente —respondió ella con frialdad.

El anciano capo se reclinó en su silla, estudiándola.

—El apellido Moretti pesa más que cualquier corona, Bianca. Tu abuelo lo construyó con sangre. Yo lo expandí con miedo. Ahora te toca a ti mantenerlo con inteligencia —hizo una pausa—. Una mujer al mando... muchos lo ven como una debilidad.

—Eso es su error, no el mío.

Salvatore sonrió, una expresión que rara vez mostraba.

—Tienes mi temperamento. Pero necesitas más que eso —se inclinó hacia adelante—. Elimina a cualquiera que despierte la más mínima sospecha. Incluso a De Santis, si es necesario. Un líder sin dudas es un líder que sobrevive.

Bianca sintió que algo frío se instalaba en su estómago.

—¿Tienes información sobre Luca que yo desconozca?

—Tengo setenta años de experiencia que me dicen que nadie es completamente leal —respondió él—. Especialmente aquellos que tienen tanto que ganar con tu caída.

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De regreso en su oficina, las palabras de su padre resonaban en su mente mientras revisaba los informes de seguridad. La facción napolitana había incrementado su presencia en Milán; tres de sus hombres habían sido vistos cerca de propiedades Moretti.

—Necesito que dupliques la seguridad en todos nuestros locales —ordenó a Paolo, su jefe de operaciones—. Y quiero vigilancia las veinticuatro horas en las casas de todos los capitanes.

—¿Incluido De Santis? —preguntó Paolo, con un tono que no pasó desapercibido.

Bianca lo miró fijamente.

—¿Hay alguna razón por la que debería excluirlo?

Paolo bajó la mirada.

—No, jefa. Solo preguntaba.

Cuando se quedó sola, Bianca se acercó a la ventana. Desde allí podía ver parte del distrito financiero de Milán, donde los Moretti tenían inversiones legítimas que lavaban el dinero de sus operaciones menos públicas. Su imperio. Su responsabilidad.

La duda era un lujo que no podía permitirse. Y sin embargo, las palabras de su padre habían plantado una semilla venenosa.

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El restaurante _Da Vittorio_ había sido reservado exclusivamente para la ocasión. Cinco familias, cinco capos, una mesa. La cena anual que servía tanto para mantener la paz como para medir fuerzas. Este año, por primera vez, Bianca presidía la mesa.

Vestida con un elegante vestido negro que contrastaba con su piel pálida, Bianca ocupó el lugar que durante décadas había pertenecido a su padre. A su derecha, Luca permanecía de pie, vigilante. A su izquierda, Paolo supervisaba el servicio.

—Es un honor tener a la _signorina_ Moretti entre nosotros —dijo Antonio Rizzo, el capo napolitano, con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos—. Tu padre debe estar orgulloso de ver cómo... intentas mantener su legado.

Bianca sonrió mientras cortaba meticulosamente su filete.

—Mi padre está disfrutando de su retiro, gracias por preguntar. Y el legado Moretti nunca ha estado más seguro.

—Eso no es lo que dicen en las calles —intervino Marco Venucci, un hombre corpulento con anillos en cada dedo—. Se habla de debilidad. De indecisión. De una mujer jugando a ser capo.

El silencio cayó sobre la mesa. Los camareros se retiraron discretamente. Bianca dejó sus cubiertos con delicadeza y tomó un sorbo de vino tinto.

—¿Sabes qué es lo fascinante de los rumores, Marco? —dijo con voz suave—. Que suelen ser esparcidos por aquellos que temen enfrentar la realidad.

Venucci soltó una carcajada.

—No temo a nada, y menos a una princesa que heredó un trono que no sabe defender.

Bianca mantuvo su sonrisa mientras hacía un gesto casi imperceptible a Paolo. Este se acercó a uno de los guardaespaldas de Venucci, un hombre joven que había estado nervioso toda la noche.

—Tommaso Belli —dijo Bianca con claridad—. Contratado por los Venucci hace tres meses. Antes trabajaba para los Rizzo —miró directamente a Venucci—. Curioso que no mencionaras ese detalle cuando pediste permiso para traerlo a mi territorio.

El rostro de Venucci se endureció.

—Es un simple guardaespaldas.

—Es un informante —corrigió Bianca—. Que ha estado pasando información sobre mis operaciones a ambas familias.

Los otros capos observaban la escena con interés calculador. Nadie se movió cuando Paolo colocó una pistola con silenciador en la nuca de Tommaso.

—La traición tiene un precio en mi familia —continuó Bianca—. Siempre lo ha tenido. Mi padre lo cobraba. Mi abuelo lo cobraba —hizo una pausa—. Y yo lo cobro con intereses.

Un disparo silencioso. El cuerpo de Tommaso se desplomó sobre la alfombra persa.

—Disculpen la interrupción —dijo Bianca, volviendo a tomar sus cubiertos—. El postre es _panna cotta_. Una receta familiar.

El resto de la cena transcurrió en un silencio tenso. Cuando los capos se retiraron, ninguno se atrevió a cuestionar nuevamente su autoridad.

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Pasada la medianoche, Bianca se encontraba sola en su despacho. Se había quitado los tacones y contemplaba la ciudad desde su ventanal, un vaso de whisky en la mano. La adrenalina de la cena había dado paso a una pesadez que le oprimía el pecho.

Una vida. Había ordenado quitar una vida para demostrar su poder. No era la primera vez, pero nunca antes lo había hecho de forma tan calculada, tan fría, tan... pública.

El sonido de la puerta abriéndose la sobresaltó. Se giró para encontrar a Luca entrando en la habitación. Tenía el traje desgarrado y una mancha de sangre en la camisa.

—¿Qué demonios...? —comenzó ella.

—Emboscada —dijo él, cerrando la puerta tras de sí—. Tres hombres. Me esperaban cuando salí del restaurante.

Bianca dejó su vaso y se acercó rápidamente.

—¿Estás herido?

—No es mi sangre —respondió él, con la respiración aún agitada—. Pero eso no es lo importante. Bianca, sabían exactamente dónde estaría. Conocían mi ruta, mis tiempos.

Sus ojos se encontraron en la penumbra del despacho.

—Alguien de adentro —murmuró ella, sintiendo cómo las palabras de su padre cobraban un nuevo y terrible significado—. Alguien cercano.

La tensión entre ellos era palpable. Bianca no sabía si debía abrazarlo, agradeciendo que estuviera vivo, o mantener la distancia que su posición y las sospechas exigían.

Luca dio un paso hacia ella, acortando el espacio.

—Confía en mí —dijo en voz baja—. Sea quien sea, lo encontraremos.

Bianca lo miró, buscando en sus ojos cualquier señal de engaño. ¿Era posible que el hombre que había jurado protegerla fuera el mismo que orquestaba su caída? ¿O era él otra víctima en esta guerra silenciosa?

—La confianza —respondió finalmente— es un lujo que ya no puedo permitirme.

  

  

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