—¡Maldita sea! ¡Maldita sea, Ellis! —Ian se llevó las manos al cabello, con los ojos desencajados—. ¡Se la ha llevado! Ese perro traidor de Bianchi se la ha llevado…
En cierto punto, ya no escuchaban nada. Como si algo se hubiera desconectado y el sonido se hubiese pausado. Lo único que lograron ver era como ellos desaparecieron de la escena.
La escena era insólita. Ellis, acostumbrada a la calma glacial de su hermano, lo miraba con desconcierto. Siempre creyó que Ian era una estatua de mármol: impasible. Verlo temblar, casi gimotear como un niño que ha perdido a su mascota, le arrancó una amarga revelación: todos los hombres se quiebran. Hasta los de piedra como él.
—Tranquilízate, por favor.
—¿Cómo diablos me pides calma? —bramó—. ¡La vida de Emma está en manos de un maldito psicópata! No puedo calmarme, Ellis, ¡no puedo!
Alessandro, que hasta entonces se había mantenido en silencio, se incorporó lentamente, estirando cada músculo con una calma letal. El movimiento lo hizo p