La situación rozaba lo descabellado. Su hermana seguía sin encontrar a Emma y el maldito perro traidor de Bianchi seguramente desquitaría su odio con ella.
Ian, una vez más, no sabía qué hacer. La desesperación le carcomía el estómago y el nerviosismo le trepaba por la espalda como un pinchazo agudo.
Desde el principio, había detestado la idea de que ella se ofreciera como carnada. Pero era tan malditamente terca que, aun así, había decidido sacrificarse.
Y, por supuesto, nadie se opuso. Al contrario.
Eso lo hacía estallar por dentro.
Apoyó las manos sobre la mesa de mando con tanta fuerza que el golpe hizo vibrar el café frío que alguien había dejado olvidado.
—¡Joder! —espetó, sin importarle quién lo escuchara.
El silencio en la sala era casi ofensivo. Ellis revisaba planos sin siquiera quitar la mirada, muy concentrada en ello.
mientras Alessandro murmuraba instrucciones por teléfono como si estuviera planeando una cena, no una operación suicida.
Ian los miró con od