Isabella
El silencio en el apartamento era tan denso que podía cortarse. Habían pasado tres días desde la operación fallida, tres días de miradas furtivas y conversaciones a medias. León apenas dormía; lo escuchaba caminar por las noches, sus pasos como fantasmas inquietos sobre el suelo de madera. Yo tampoco encontraba descanso. Cada vez que cerraba los ojos, veía el rostro de mi padre, su sonrisa calculadora, y luego la sangre. Tanta sangre.
Me senté en la cama, abrazando mis rodillas contra el pecho. La habitación que León me había asignado era austera pero cómoda. Un espacio neutro, como si él hubiera intentado borrar cualquier rastro de personalidad. Me pregunté si así era como veía la vida: espacios transitorios, sin apegos, sin huellas.
El sonido de cristal rompiéndose me sobresaltó. Me levanté de un salto y me dirigí hacia la cocina, donde encontré a León recogiendo los fragmentos de lo que parecía haber sido un vaso.
—¿Estás bien? —pregunté desde el umbral.
Levantó la mirada,