La noche se extendía como un manto de secretos sobre la mansión. Todos dormían, o al menos eso creía. Mi corazón latía con fuerza mientras me deslizaba por el pasillo, descalza para no hacer ruido. La madera crujía ocasionalmente bajo mis pies, y cada sonido me paralizaba por segundos que parecían eternos.
No podía seguir fingiendo que no sabía nada. Las palabras de León sobre el Proyecto Aurora seguían resonando en mi cabeza como un eco interminable. Mi padre, ese hombre que me había criado entre algodones y privilegios, tenía las manos manchadas con algo oscuro. Y yo necesitaba saber qué era.
El despacho privado de mi padre en el ala este de la mansión siempre había sido territorio prohibido. Incluso cuando era niña, entendía que aquel espacio era intocable. Ahora, con la llave maestra que había encontrado en el cajón de la cocina (cortesía de mi amistad con el ama de llaves), me disponía a cruzar ese umbral sagrado.
La cerradura cedió con un clic que sonó como un disparo en el sile