La sangre tiene un olor particular cuando se mezcla con el miedo. Es metálica, densa, casi palpable en el aire. Mientras observo a Ramírez atado a la silla en el sótano, puedo olerla antes incluso de que brote de su cuerpo.
—Voy a preguntarlo una vez más —digo, manteniendo mi voz controlada mientras camino a su alrededor—. ¿A quién le has estado pasando información?
Sus ojos, inyectados en sangre, me siguen con terror. Hace apenas tres horas, Mateo me mostró los registros de llamadas. Ramírez, mi hombre de confianza durante cinco años, ha estado haciendo llamadas a números no registrados justo después de cada movimiento que hacíamos con Isabella.
—León, te juro que no es lo que parece —balbucea, con un hilo de sangre descendiendo por su barbilla—. Solo estaba cubriendo nuestras espaldas.
Apoyo ambas manos en los reposabrazos de su silla, acercando mi rostro al suyo.
—¿Sabes qué es lo fascinante de las mentiras, Ramírez? Que siempre dejan un rastro. Como las cucarachas.
Tomo el teléfon