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Nunca me imaginé que el olor a pólvora mezclado con perfume caro sería tan familiar.

O tan adictivo.

La noche había comenzado como una sinfonía de secretos, de silencios afilados y trajes entallados, de hombres que creían tener el poder en la palma de la mano… sin darse cuenta de que, en realidad, lo sostenía yo.

Estaba lista. No por el vestido ajustado de terciopelo negro que me abrazaba como una segunda piel, ni por el delineado impecable que le daba a mi mirada ese filo que aprendí de mi madre. Estaba lista porque ya no me temblaban las rodillas. Porque ya no era la hija del capo. Ni siquiera era su sombra.

Era fuego. Era cálculo. Era rabia con labios rojos.

Y esta noche iba a demostrarlo.

—¿Estás segura de esto? —Carlo se había apoyado en el marco de la puerta como si no tuviera una bala aún alojada en el cuerpo y más cicatrices que confesiones. Tenía esa mirada que me taladra, como si pudiera ver a través de mis planes y desnudarlos.

No respondí enseguida. Lo observé en el espejo
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